Sesenta tacos

Autor: 
Juan Jesús Ayala
Categorías: 
Artículos

Cuando uno dice que ha cumplido sesenta tacos en lugar de sesenta años parece que disimula un poco la senilidad cercana y conecta con el espíritu de juventud eterna que proviene de nuestra militancia en el ya mítico mayodelsesentayocho. Es más divertido reconocer sesenta tacos que sesenta años.

Aunque yo, en cualquiera de los casos y como lamentaba un escritor respetable, estoy algo avergonzado de alcanzar esta edad. Me resulta inconcebible haber acumulado ya doce lustros. Mi padre murió a los cincuenta y nueve y siempre tuve la duda de si yo lo sobreviviría o no. Manías que nos entran difíciles de desterrar.

Las décadas imponen siempre mucho respeto y solemnidad a los cumpleaños. No es lo mismo tener treinta y siete que cuarenta, no es lo mismo cincuenta y nueve que sesenta. Lo cierto es que a lo largo de todas estas anualidades no sé todavía si he acumulado más certezas que dudas. No he hecho todavía el inventario. Menos mal -o "buenos mal", como decían los chiquillos en mi infancia- que, desde Albert Einstein, esto del tiempo y del espacio es una cosa muy relativa, pero hay guarismos que no suenan demasiado bien cuando nos lo aplicamos personalmente.

Hace ya bastantes veranos, en una reunión de amigos en una casa de comidas del norte de Tenerife, empezamos a jugar a que la señora del negocio nos averiguara la edad de cada uno de los presentes. Cuando llegó mi turno, la tal patrona me miró fija y me espetó: "¡Usted es un hombre de sesenta años!". Los supuestos amigos tuvieron juerga para rato al verme enfurecido. No volví nunca más al lugar. Ahora ya me llegó el majadero cumpleaños anunciado con tanta antelación por aquella dama irreverente y creo que es el momento de empezar a desapercibir efemérides de esa índole.

Mi buena y bella amiga Beatriz Fajardo, a quien me encontré hace unos días por esos altos de La Victoria de Acentejo, se sorprendía de que no estuviese preparando una fiesta para celebrar los sesenta inviernos. Yo le contesté que en adelante es mejor convertir esos días en invisibles, aunque viendo la buena estampa de Beatriz, un poquito mayor que yo y perdón por señalar, a uno le da menos miedo entrar en la década prodigiosa.

Por regla general, combato los nubarrones de mi mente a base de trabajar en lo que me gusta, y los cumpleaños no deseados se gestionan mejor con un libro entre manos, como el que acabo de entregarle a Vicente Fuentes, Edición Ka, sobre la intrahistoria del nacionalismo canario: los esfuerzos sucesivos de parte de nuestra sociedad por lograr una forma diferenciada de autogobernarnos, de planificar nuestra economía y de definir una cultura. Una preocupación por conocer esos esfuerzos y situarlos como la progresiva toma de conciencia nacional de nuestro pueblo y su paralela oposición al vasallaje que otros han intentado imponerle. Nuevo perdón por el rollito.

Mi vida ha discurrido entre libros ajenos y libros propios, entre lecturas y escrituras, casi todas felices, si resto las hechas por estrictas obligaciones académicas.

Mañana empezaré también mi cuadragésimo cuarto curso como profesor universitario y si Dios no lo remedia estoy a diez años de distancia de la jubilación burocrática -sin contar los posibles emeritajes, siempre que los colegas no hayan dejado de quererme del todo para esas fechas-, lo que significa un consuelo en este tiempo de prejubilaciones no deseadas y ERES (las siglas desgraciadamente de moda: Expediente de Regulación de Empleo) terribles. El trabajo todo lo cura y si es un trabajo con el que uno se divierte entonces miel sobre hojuelas.

Dije antes que mi vida ha transcurrido entre libros ajenos y libros propios, y esta semana he estado compartiendo mi tiempo entre esos dos agradables menesteres. Cuando aparezcan estas líneas, habré presentado, en el Centro de Iniciativas de la Caja de Canarias de Las Palmas, junto a Antonio de Bethencourt Massieu y Guillermo García-Alcalde, el último libro de Justo Jorge Padrón, Hespérida II. La Gesta Colombina, editado por Visor en Madrid el pasado año.

En esa obra, Justo Jorge Padrón le ha puesto música a la historia conocida del almirante genovés. A los cuatro viajes dramáticos de Colón. Le ha puesto su música. Y es muy difícil, a partir de la lectura de esta nueva gesta colombina, no decidirse por una versión tan laboriosamente urdida, tan bien vaciada en el molde de la versificación y de los ritmos equilibrados. A partir de ahora será muy difícil desasirse de este Colón humanizado por nuestro poeta, vuelto protagonista de parte de nuestra historia insular atlántica; desasirnos de ese personaje que termina sus días consciente del infortunio de su gloria.

En el poemario aludido se desafía al castellano titubeante con el que Colón redactó sus testimonios de navegación y se reta al prosaísmo de los historiadores que vinieron después del ilustre marino, para concebir todo lo sucedido en esas décadas desconcertantes de la historia de la humanidad desde un código literario muy trabajado. Un esfuerzo, el de Justo Jorge, por contar lo sucedido, por supuesto, pero también por adivinarlo desde su independencia creadora; un despliegue de mecanismos literarios que hacen circular, con una nueva vitalidad, a la gesta colombina, a la que se enfrenta nuestro autor insular con el convencimiento de que "la poesía es la forma más antigua y permanente del arte verbal".

Esta semana también habré estado en Madrid para asistir al encuentro que Marian Montesdeoca y Ulises Ramos Cordero, los exquisitos responsables de Artemisa Ediciones, han convocado para festejar otro cumpleaños: el del primer lustro de su esforzada empresa. En Artemisa Ediciones han aparecido algunos títulos de los que me siento particularmente satisfecho: Colón entre la literatura y la historia, una hermosa edición de La vorágine, del narrador colombiano José Eustasio Rivera, la última edición corregida y aumentada de mi novela El Inglés. Epílogo en Tombuctú y un ensayo reciente, Antes de la literatura, donde me he dedicado a reflexionar sobre todo lo prelingüístico que cabe detectar en el hecho literario.

Libros ajenos y propios, así transcurre una vida que ya ha desembocado en seis décadas sin que el propietario de ellas se haya acostumbrado a reconocerlo. C’est la vie, como dejaron proclamado los franceses para que todos repitiéramos, como loros domesticados, la confortable fórmula en cada una de nuestras lenguas.

Decía el padre del arisco Premio Nobel de Literatura V.S. Naipaul que en una sola criatura, en el escritor y en cada ser humano en general, coexisten las cosas del hombre, el animal de la naturaleza, y las palabras del Hombre, el ser de la civilización, en una suerte de dialéctica permanente entre el flujo de pensamiento salvaje y el lenguaje sofisticado.

Yo no sé cómo se reparten ese hombre, animal de la naturaleza, y ese Hombre, ser de la civilización, sesenta años de vida, pero sí siento en mis carnes y en mi mente que la segunda de esas personalidades va ganando la partida. No sé si para bien o para mal. Esa es otra. Aunque siempre se ha dicho que la edad apacigua. Espero que no me apacigüe del todo.