El gatillazo
La vida nos depara metáforas inesperadas, nos vincula, de pronto, con expresiones que secuestran y trastornan nuestra intimidad.
Le ocurrió hace unos años a un buen amigo, con sus años encima, muy galán él, con una corte de amantes nada despreciable y su piso franco para gestionar sus polvos pendientes. Yo lo vi al día siguiente de una más de sus citas amorosas y me lo contó como se lo cuento yo a ustedes ahora.
Había quedado en su piso clandestino con una mujer viuda y de muy buen ver con la que ya había estado en otras ocasiones, siempre con óptimos resultados recíprocos de colchón.
Pero en este último encuentro, tras las caricias de rigor y cuando los juegos eróticos ya exigían su faena de garañón, se vio sorprendido por un miembro mustio que no obedecía a sus exigencias. La partenaire lo miró entonces con cierto asombro e indulgencia y le espetó desde su sabiduría: "Eso se llama gatillazo". Metáfora inesperada, expresión maldita.
Mi amigo me narraba lo sucedido con un rostro compungido y arruinado debajo de una cabellera que ya había empezado a recibir los primeros tintes ridículos. No le podía caber en la cabeza que esa espantosa impotencia hubiera llegado a afectarle personalmente. Para él, la vida había terminado con aquella afrenta de alcoba, y se esforzaba en describirme el rostro de la mujer que lo había estigmatizado con la terrible palabra. ¡Un gatillazo sufrido en sus propias carnes!
¿Cómo podría él, un varón de tanto alcance, arriesgarse a quedar mal en otra ocasión parecida? La vida se acababa allí mismo sin remedio. La vida le había dejado de interesar si no era posible continuar con su papel de faldero incansable.
Una tragedia de la era previagra, prelevitra o precialis; hoy las cosas serían completamente diferentes. Pero la ciencia no se acuerda de todos y nos convierte caprichosamente en sus vasallos. Y en sus víctimas. Lo cierto es que mi amigo ya no volvió a ser él y una enfermedad vertiginosa se lo llevó de este mundo injusto al poco tiempo de aquella triste experiencia. Nunca supe si esa enfermedad que venía corroyéndolo fue la causante de sus problemas viriles, o si éstos eran ajenos al mal que le deparó su muerte. Lo que sí me sorprendió fue el disgusto que le acarreó al pobre hombre una de sus legendarias expediciones amorosas.
Valga todo este discurrir sobre las malandanzas del amigo desaparecido para referirnos a otra acepción de "gatillazo" vinculada a la práctica de la montería: aquella acepción que nos habla del "tiro por la culata". Uno intenta matar a un jabalí, a un venado o a cualquier otra pieza de caza mayor y termina siendo autotiroteado.
Es lo que le ha pasado a esa extraña pareja jurídico-política Garzón-Bermejo, de la que nadie se cansa de hablar, de la que nadie se cansa de escribir.
La coincidencia de ambos personajes en esa dichosa finca de Jaén, adonde fueron a parar también la fiscal que se ocupa del caso de los corruptos del Partido Popular de Madrid y Valencia, y el jefe policial que se hizo cargo de las detenciones consiguientes, tiene tantos atractivos maléficos que ni siquiera los columnistas del régimen -dicho con todos mis respetos para Rosa Montero y Manuel Vicent, entre otros- se han contenido esta vez y se han abalanzado sobre estas criaturas del ministerio y de la judicatura con una ferocidad inusitada, ¡ay!
Ni Bermejo ni Garzón pudieron suponer nunca que después de la batida de siervos de enramadas astas, con fotografías victoriosas incluidas, el tiro de sus relucientes escopetas le iba a salir tan mal. Los venados, desde su más allá particular, se estarán riendo de sus señoritos sicarios y de las repercusiones que la montería de marras ha tenido en sus excelentísimos expedientes como ciudadanos y como autoridades. Primero como posibles conspiradores contra un partido político muy concreto, llevándose por delante también la reputación de la fiscal y del jefe policial aludidos; siempre que existiera la conspiración, estamos hablando en clave de supuestos, no de constataciones.
En segundo lugar, como posibles beneficiarios de eurofavores cinegéticos otorgados por empresarios en activo, con lo que uno puede llegar a pensar (mal) de contrapartidas y devolución de cortesías, eso que huele tanto a cohecho, un delito nada ajeno a los quehaceres profesionales tanto del ministro, ayer fiscal, como del magistrado estelar.
Y en tercer lugar, y esta vez sin usar el escudo del "posible", como ciudadanos cogidos in fraganti en una ceremonia de la muerte de animales pacíficos a los que todos les tenemos simpatía. Un ministro de Justicia y un magistrado de la Audiencia Nacional no cuadran demasiado en una fotografía donde los trofeos de carne y hueso se exhiben alineados en el suelo con tiros certeros en testas coronadas y con una expresión de víctimas inocentes y tiernas. Una cosa es cazar para comer y otra es cazar para lucirse deportiva y socialmente.
Garzón y Bermejo han sufrido un gatillazo distinto al de mi donjuanesco amigo, pero no menos dramático. Por supuesto, mucho más ridículo y afeado por mayor cantidad de testigos. También es verdad que antes de que se fueran de cacería, Garzón y Bermejo no gozaban de la simpatía del respetable. Pero esta nota común a sus respectivos currículos termina por caricaturizarlos definitivamente en sus ya de por sí caricaturizadas personalidades.
Dicen que los rusos le pusieron en el punto de mira de la escopeta del Rey de España un oso amaestrado y borracho de vodka y miel al que no le costó abatir. Todo sucedió en agosto de 2006 en la región de Vólogda, cuatrocientos kilómetros al norte de Moscú, y tras el rumor se abrió una investigación por el gobernador de la zona para averiguar la veracidad de lo publicado. Hasta hoy no sabemos nada al respecto, pero no fue esa la ocasión en la que el monarca hispano quedó mejor para la opinión pública. También sufrió un gatillazo de impopularidad.
Mi lujurioso amigo de la primera historia pagó su bravuconería erótica con una deslealtad de su arma preferida, otro tanto les ha ocurrido a todas estas autoridades que no reflexionaron antes de fijar sus armas y de apretar un gatillo que a veces se vuelve en contra de su propietario.
Todos sabemos que la corrupción en un mal endémico de la mayoría de los regímenes políticos, pero, de tan frecuente, estamos cayendo en la tentación de convivir con ella como si de una rutina se tratase.
Es más rutinaria la corrupción que una cacería de cargos públicos donde no se sabe con certeza si los tales fueron de verdad de cacería o a confabularse contra una determinada organización política, si pagaron su participación en el descaste con dinero propio o se dejaron invitar por el terrateniente de turno, o si fueron simplemente a buscar unos cuernos para colgarlos en el salón de sus confortables domicilios.
Esta vez los cazadores, como en el romance anónimo, fueron cazados, y convertidos en presas. El florentino, y cada vez más siciliano, Jerónimo Saavedra se ha encargado de recordárselo a ambos por si las euforias del fogueteo los hubiera despistado del falso paso dado. En fin...