Antinacionalismo programado

Autor: 
Juan Manuel García Ramos
Categorías: 
Artículos

Hay, en todas las personas, una tendencia a pensar simplificando las cosas: blanco o negro, izquierda o derecha, bueno o malo. En el debate político canario, tras los rebrotes independentistas en Tenerife, generados en torno a los editoriales del periódico El Día y la manifestación de La Laguna del 24 de octubre de 2009, se ha empezado a instalar otra dicotomía: independencia sí/independencia no.

Dicotomía que, a la fuerza, va a tener influencias no calculadas sobre el nacionalismo no independentista, en el que, por ahora, se mueven partidos como Coalición Canaria, Nueva Canarias, Centro Canario Nacionalista o Partido Nacionalista Canario, además del Partido de Independientes de Lanzarote y algunos otros.

Los columnistas que, legítimamente, profesan el antinacionalismo canario se han empezado a mover y a meter en el mismo saco todo lo que suene (mal) a nacionalismo, y a mezclarlo malignamente con las urgencias emancipadoras que otros exigen en virtud de la Resolución 1514 del Comité de Descolonización de los Pueblos de la ONU, que al parecer de sus invocadores nos obliga a independizarnos de España antes de diciembre de 2010.
 

Esos columnistas han agitado con entusiasmo el tótum revolútum de ideas y conceptos políticos y se han agarrado a todos los clavos ardiendo que encuentran a su paso en busca de argumentos para acabar no sólo con el nacionalismo en el poder autonómico, sino con todo lo que suene a nacionalismo en general.

Uno de esos columnistas ha llegado a poner en duda sin pudor alguno que Canarias fue una colonia de la España imperial de los Reyes Católicos y de los señores que se anticiparon a los monarcas en su afán de apoderarse de nuestras islas atlánticas.

Seguramente, y según siempre la visión idílica del referido columnista, señores feudales, por un lado, y soberanos de Castilla y de Aragón, por el otro, se acercaron a Canarias en plan ONG a practicar la solidaridad oceánica y a sacar de su pobreza cultural y religiosa a los desvalidos habitantes insulares, instalados en un neolítico elemental.

Era lo acostumbrado, tanto en la costa africana como en la América que vendría después. Y para corroborar esa tesis pancista, el recitado columnista primero sentencia que en Canarias el Estado español nunca constituyó una colonia, y luego afianza esta postura en el rigor histórico de don Antonio Macías, quien, al parecer, así se ha manifestado en un texto cuya referencia no se cita. Pues… muy bien. Para qué darle vueltas a todo esto. El imperio colonial hispano llegó a Canarias de turismo.

Sobre los primeros pasos de los europeos en Canarias hay mucho escrito, pero me he ido directamente al investigador citado, a don Antonio Macías, al capítulo III de la Historia de Canarias (Cabildo de Gran Canaria, 1995) coordinada por don Antonio de Bethencourt Massieu, a un capítulo redactado por el citado profesor Macías, y me he detenido en unos párrafos que reproduzco:

«Los señores (llegados a Canarias en el siglo XV) redistribuyeron los recursos productivos disponibles… entre los nuevos colonos según su rango socioeconómico, incluyendo en la redistribución a los miembros más destacados de la comunidad indígena, fuertemente mermada en sus efectivos humanos como consecuencia del tráfico esclavista realizado en la etapa previa a la conquista y en el transcurso de ésta».

Uno ya duda de todo y tiene que acudir a los diccionarios a tratar de enterarse del significado de las palabras que maneja. El Diccionario de la Real Academia Española, nada sospechoso de nacionalismo canario, nos da las siguientes acepciones para la voz ’colonia’: 1. Conjunto de personas procedentes de un territorio que van a otro para establecerse en él. 2. Territorio o lugar donde se establecen estas personas. 3. Territorio fuera de la nación que lo hizo suyo, y ordinariamente regido por leyes especiales. 4. Territorio dominado y administrado por una potencia extranjera.

Yo no sé cómo se acercan los historiadores a este tipo de herramientas lexicográficas, pero si no se alejan mucho del común de los mortales, da la impresión de que nadie puede poner en duda que Canarias fue una colonia del poder emergente de los citados señores y de los citados reinos; reinos como el de Castilla y el de Aragón que en los tiempos aquellos no se caracterizaban por sus buenas relaciones, todo hay que decirlo.

Siempre me gusta recordar que la desconfianza recíproca tras el matrimonio de Isabel y Fernando, hizo que Castilla se reservase sólo para ella el beneficio de los descubrimientos atlánticos, y que, tras la muerte de Isabel, los nobles castellanos expulsaran a Fernando, que sólo pudo ejercer de nuevo la regencia a causa de la locura de su hija. Por otra parte, los aragoneses nunca aceptaron con buenos ojos la presencia en sus predios de funcionarios o soldados castellanos, a los que llamaban «extranjeros», es decir, «venidos de Castilla». Todo eso lo explica muy bien Pierre Vilar en el manualito de Historia de España que muchos hemos manejado y leído con deleite.

Con esas maneras de comportarse entre ellos, con esos recelos políticos, no es de extrañar que llegaran a tierras ajenas y lejanas con la prepotencia que llegaron a Canarias y a otras posesiones ultramarinas. Esto no tiene vuelta de hoja y no necesitamos autoridades académicas que vengan a decírnoslo.

Lo que esos conquistadores montaron en Canarias fue una factoría para explotar recursos, y entre esos recursos no repararon en los humanos: el mercado de esclavos enriqueció a las potencias colonizadoras, como aceptan hoy hasta los historiadores más filoespañoles.

Tras el reparto de tierras y de cargos político-administrativos, era natural que los españoles les otorgaran a estos territorios insulares regímenes fiscales y mercantiles ventajosos con respecto a la península, pues descubrieron que, tras la venta de la mayoría de su población en los mercados de carne humana, las riquezas autóctonas brillaban por su ausencia. Pero a quienes otorgaron esas ventajas fiscales y mercantiles fue a los soldados y a los funcionarios llegados de España en ese momento y con posterioridad, no a los habitantes que encontraron en las islas a su llegada.

Si la concesión de estos beneficios hacendísticos por parte de los reinos peninsulares a sus máximos colaboradores en la conquista y en la aniquilación o venta de los indígenas isleños es un argumento para negar la evidencia de la colonialidad ejercida durante siglos en Canarias por los castellanos y adláteres, que baje Dios y lo vea.

La monotonía y la banalidad del discurso de los antinacionalistas canarios me cansa tanto como las urgencias aventureras de los independentistas fórmula uno.

¡Qué difícil se hace centrar el debate de lo que fuimos, somos y queremos llegar a ser! De algunas de esas cosas traté de hablar en Intrahistoria del nacionalismo canario, aunque algún enfant terrible del antinacionalismo se haya apresurado a descalificar esas páginas con la altanería simplificadora acostumbrada. No hay manera.